La I latina de Pocaterra vista desde una perspectiva moral y jurídica.

La I latina

José Rafael Pocaterra



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La I latina, la lealtad familiar y el imperativo categórico kantiano

Por Milagros Terán Pimentel
Alumna del primer semestre de la Maestría de Filosofía. Trabajo elaborado como evaluación final en la asignatura “Ética”, impartida por el Profesor Gerardo Valero.
Universidad de Los Andes. Mérida - Venezuela

“Si la I latina es la más desgraciada de las letras…, puede ser”
                                                                                                     José Rafael Pocaterra
La I latina/Cuentos Grotescos

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes,
cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión:
el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.
Immanuel Kant
Critica de la razón práctica
La obra de Rafael Pocaterra es un testimonio y una denuncia de la época que le correspondió vivir, porque en ella no sólo deja constancia de un periodo importante de la historia venezolana, el gomecismo, narrando a través de sus personajes y con meridiana claridad  la violencia y falsa moral reinante sustentadas en un principio de autoridad forzosa; sino que además,  transformando lo grotesco en artístico, su obra encubre una intención ética que desemboca en una denuncia social particular respecto de aquella tiranía que sojuzgaba la libertad mediante el uso del terror, la fuerza y decadencia moral. En los cuentos de Pocaterra no hay especulaciones estilísticas  ni mentales: hay situaciones y vidas que exigen una posición de rechazo o de aceptación, o un análisis filosófico.
La autoridad de entonces, tanto en la vida pública, como en la privada, hundía sus raíces en la violencia, el terror, la ignorancia y la existencia de “códigos éticos” férreamente obedecidos por los miembros del clan social o familiar. Particularmente, en lo que respecta a las familias, la violencia era aceptada con sumisión y hasta con hidalguía por considerarse, dentro de algunos códigos de ética popular, obligaba a sus componentes a actuar siempre en respeto al principio sagrado de lealtad y de protección familiar.  El silencio, en consecuencia, era también un deber moral que imponía a los miembros guardar celosamente los secretos familiares, pues “los trapos sucios se lavan en casa” y “el que le pega a la familia se arruina”.
Este  “código” del silencio que contiene una prohibición tácita, la de denunciar al cónyuge o parientes (padres, hijos, hermanos, abuelos, nietos, tíos, sobrinos) que agreden o lesionen física y psicológicamente a sus familiares,  lo delata Pocaterra a través de uno de sus personajes más representativos de la venezolanidad de inicios del siglo XX, esencialmente desde el rol que correspondió a la mujer de su tiempo condenada a la sumisión y  mutismo;  me refiero a la “I Latina”, la Señorita;  la maestra alta y delgada (por ello el apodo de i latina)  que sufre, con callada  abnegación,  la violencia de un hermano alcohólico que la lleva a la muerte. En este cuento Pocaterra no sólo denuncia el maltrato que inflige el hermano, Ramón María,  a la Señorita; sino que además  muestra el silencio “manso” de la víctima y el silencio “cómplice” de la sociedad que lo conoce, mas no lo acusa, representado este último en el Señor inspector:
“…un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
- ¿Como que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
- No señor, que me tropecé…
- ¡Mentira, señor inspector, mentira!- protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimulo- fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó así… contra la pared… - y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.
-Sí, niño, ya sé…- masculló trastumbándose. Dijo luego algo entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó”[2]
Nadie dudaría en catalogar como inmoral, e incluso como delito hoy día, (violencia de género), el comportamiento del hermano, y no faltaría quien reprochara también, por falta de ética e incumplimiento de un deber legal, la omisión  del inspector, su inacción frente al hecho; pero, ¿quién osaría aseverar que el silencio de la víctima, la I latina, es también inmoral, pues para encubrir a su hermano debe mentir y mentir es universalmente contrario a la ética, según los fundamentos kantianos?  ¿Podría pensarse que el silencio que guarda la Señorita frente al comportamiento de su hermano es un deber moral derivado de la promesa de lealtad familiar y, por tanto, es un imperativo categórico?; es decir, ¿es moralmente aceptable, o reprochable, según los postulados de la doctrina kantiana de lo verdaderamente ético la conducta de la I latina?
El planteamiento sobre la moralidad  del silencio como lealtad familiar se torna más interesante y complejo cuando advertimos que en el ámbito del Derecho existen disposiciones normativas de similar naturaleza, creadas en respeto de esa lealtad que impone silencio y muchas veces permite mentir por el pariente o el cónyuge, como el derecho de no confesar contra el cónyuge o concubino, o contra los parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad, así como  la inhabilitación absoluta que en materia de testimonio existe respecto del cónyuge y parientes directos en la legislación venezolana, sobre las cuales cabría un juicio ético del mismo tenor al propuesto en este ensayo.
Ahora bien, si preocupaba a Pocaterra la crisis moral de su tiempo expresada en una “doble moral” o ética fingida que sustentaba muchas veces una autoridad forzada o impuesta; a Kant inquietaba el autoritarismo o despotismo ilustrado con el que algunos grupos imponían sus ideas morales a la sociedad de aquellos tiempos; precisar qué significa actuar correctamente desde la perspectiva moral, pues no todo lo que brilla es oro y no toda conducta es verdaderamente ética, ni toda ley o mandato es propiamente moral; significaba, para Kant, superar tal autoritarismo ético y liberar a la ciudadanía de pesadas cadenas.
De acuerdo al filosofo de la libertad,  el único mandato debidamente moral es el imperativo categórico, principio supremo de la moralidad, fundamentado sobre la autonomía de la voluntad que también se erige como principio en la teoría  kantiana ya que,  el imperativo categórico “es un legislador interno cuyas órdenes liberan de la sumisión ciega  a las demandas externas y a los impulsos personales”.
El imperativo categórico es, según su creador,  la obligación de obrar solamente conforme a máximas de validez universal[3], tratando a la persona como un fin en sí misma y no como un medio, en reconocimiento de la dignidad humana y con plena libertad o autonomía, pues la voluntad del individuo debe constreñirse a la Ley, no por simple sometimiento, sino porque es ella, la voluntad, la legisladora que sanciona la norma.  Así las cosas, y de acuerdo con Kant, si tenemos dudas acerca del carácter moral de una máxima de acción debemos someterla a estas tres pruebas: universalidad de la ley, tratamiento de la persona como fin en sí misma y la autonomía de la voluntad, ya que cualquier norma que las supere puede ser considerada propiamente moral.
  Siguiendo el ejercicio kantiano analizaremos la conducta de la I latina a través de cada uno de los postulados mencionados, para inferir, como se ha dicho, su carácter propiamente moral, analizando si el deber de lealtad familiar, y dentro de éste la prohibición de denunciar cualquier agresión o violencia ocasionada por el cónyuge o parientes cercanos (padres, hijos, hermanos, abuelos, tíos, sobrinos, nietos, etc.), puede considerarse como imperativo categórico y por tanto, como norma verdaderamente moral. Veamos:
a) Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en ley universal de la naturaleza: el principio de universalidad de la ley moral como imperativo categórico supone su legitimidad universal, su aceptación y obediencia universal; es decir,  el precepto moral debe ser concebido como obligatorio por cualquier ser razonable, en todo lugar y época, por sí mismo y sin limitaciones o consideraciones últimas. Lo que implica  dos problemas que la universalidad debe resolver: el cumplimiento voluntario de la ley, por ser ley, despojada  de todo estimulo o interés[4] y  la capacidad del precepto en  convertirse en ley para todos, en todas partes y en todas las épocas; por lo tanto, si el miedo, si la felicidad o la consecución de un beneficio o pena estimulan o impulsan la obediencia a la ley, no es moral el comportamiento, como tampoco lo es,  si ese actuar no puede ser exigido como ley universal frente a todos y en todas las circunstancias de la vida.
Respecto del primer problema, Pocaterra deja a la imaginación del  lector los motivos que llevan a la Señorita unas veces a callar, y otras a mentir sobre los actos de su hermano, pues a la par que describe como la I latina amenaza a sus alumnos con el  Señor Ramón María cuando éstos le daban mucho que hacer, en un intento quizás  de producir en ellos el mismo temor que a ella le inspiraba su hermano  -¡Sigue, sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!-  narra también, el caminar tímido y confuso, (no temeroso), de la maestra al lado del borracho personaje conduciéndolo a su alcoba[5].
Si fuere el miedo de sufrir ella misma terribles consecuencia lo que le obligara a callar, antes que el deber, su abnegado silencio o su mentira no sería moral;  ni entonces, ni ahora,  pues el miedo, según la premisa kantiana,  no es fundamento válido de ninguna ley verdaderamente moral. Tampoco sería moralmente aceptable el cumplimiento del deber de lealtad  por parte de la I latina si su propósito fuere proteger al hermano de las consecuencias que su actuar genera (cárcel y repudio social), pues la ley moral debe cumplirse independientemente y sin considerar sus efectos; por lo que, con toda claridad, esta máxima tendría como fundamento la preocupación por las consecuencias, indistintamente de que esté motivada por el miedo al sufrimiento propio, o al padecimiento del hermano.
Pero, ¿y si no fuera el miedo el motivo del actuar? Si la I latina cumple estoicamente el castigo infligido en cumplimiento del deber de lealtad familiar, sólo por el deber mismo, ¿Podría considerarse moral y universal su máxima? Para dar respuesta a estas interrogantes, y superar el segundo problema respecto de la universalidad del imperativo categórico, partiremos de una pregunta análoga a la  que el filósofo alemán expone en su libro[6]: ¿es lícito mentir para proteger al pariente?, ¿puede esta mentira ser ley universal?
Es dado observar en la máxima de “mentir o callar la verdad para proteger al pariente” que sus consecuencias pueden ser negativas para la ley misma, (amén de los resultados perjudiciales que podría acarrear esta máxima en las relaciones familiares y sus miembros), ya que generaría una pérdida de confianza respecto de su veracidad, deslegitimando el precepto por su ilicitud o disconformidad con la verdad pues, erigiéndose como ley universal el mentir por lealtad familiar, sería inútil tratar de afirmar lo que todo el mundo reconocería a priori como una mentira: si todos saben, a priori y universalmente, que se debe mentir por lealtad familiar, y así lo obedecen, todos, en consecuencia, sabrían a priori y universalmente, que una afirmación respecto de un hecho familiar puede ser falsa en razón de la posibilidad de mentir por lealtad familiar.
Verbi gratia lo que ocurre actualmente en el Derecho, en el que se permite tachar, reprochar o invalidar el testimonio de un pariente de conformidad al artículo 499  del Código de Procedimiento Civil venezolano vigente[7], para desvirtuar su fuerza probatoria, en razón de ese vínculo que le confiere el “privilegio” o el “deber” de mentir; tornando inútil comprometer una voluntad ante futuras acciones frente a los demás que no creen en ella, o que si lo creen por necesidad, pueden pagar con la misma moneda.  Es más seguro tachar el testimonio del pariente que puede mentir, a creer en la moralidad de su dicho.
Ergo, mentir o callar por lealtad al cónyuge o pariente, resultará despreciable (empleando la misma expresión de Kant), no sólo por el perjuicio que para la Señorita, o para otro, pueda representar, sino porque no tendría cabida como principio en una legislación universal, que debe ser respetada, creída, legitimada por todos, aún cuando no comprendieran el fundamento de su validez, porque esta ley universal es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.
b) Obra de tal modo que uses la humanidad como fin en sí misma, nunca como medio: A mi modo de ver, esta premisa kantiana resume el principio de respeto de la dignidad humana del cual se derivan sustanciales consecuencias que es menester resaltar: a) la persona humana no puede ser “cosificada”, utilizada, como medio para conseguir un fin, ni por ella misma, ni por ningún otro; y b) existe una humanidad en nosotros y en nuestros semejantes que todas las  máximas y leyes jurídicas  deben conservar, perfeccionar. El deber moral exige necesariamente cumplir consigo mismo y con los demás, tratando nuestra humanidad como fin en sí misma.
El comportamiento de la I latina es a todas luces autodestructivo, hasta el fin de sus días somete a su espíritu y a su cuerpo a la vejación física y psicológica, su propio sufrimiento es el instrumento de salvación de su hermano; ella, dejando de ser fin en sí misma, se transforma en medio para conseguir el fin. La I latina, la más desgraciada de todas, cuya mansedumbre la llevará a ver a Dios, se convierte en ofrenda y sacrificio de redención fraterna violando el deber natural de conservación de la humanidad que hay en ella, con el que  ni siquiera concuerda.
“-¿Sufrirá también ahora?
-No- responde, comprendiendo de quien le hablo- la Señorita no sufre ahora.
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:
-¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón, porque ellos verán a Dios…!”

Pero la maestra de Pocaterra no solo fallará en cuidar la humanidad que hay en ella, faltará también al deber necesario y obligatorio que tiene para con los demás; su ley moral de lealtad familiar no guarda el principio de tratar a la humanidad toda como fin en sí misma, su silencio protege al hermano pero deja indefensa la sociedad que también convive con éste; la injusticia del hermano hacia ella, es injusticia contra todos. El pariente que calla, la mujer que no denuncia para proteger al familiar violento se falta a sí mismo y a todo su entorno, el silencio pone en riesgo vidas y genera impunidad. Lo mismo puede decirse del inspector, o de Tomasa, la criada de la Señorita, quienes no denunciaron conociendo la violencia de la cual esta última era víctima.
Es tanto ese deber de respeto hacia otros, ese deber necesario de conservar la humanidad que es común a todos, (y que Kant explicó con tanta lucidez y pertinencia), que hoy denunciar hechos de violencia y abuso doméstico es un mandato jurídico tanto para los padres y representantes legales, parientes consanguíneos y afines, como la sociedad y el Estado,  derivado de la responsabilidad de guarda que tienen los primeros y la corresponsabilidad que comparten los últimos en materia de protección familiar.
Y es que, callar, no denunciar, o abstenerse de decir la verdad sobre la comisión de un hecho ilícito de un pariente para protegerle a él, no sólo implica utilizar a la sociedad toda como instrumento de realización de fines, sino que además contraviene el deber de todos los hombres de promover, de trabajar por la felicidad de otros, que es, según Kant,  el fin de la humanidad misma y “la suprema condición limitadora de la libertad de las acciones de cualquier ser humano”.
c) La voluntad racional como una voluntad legisladora universal: o el principio de la autonomía por encima del poder heterónomo que obliga. Con esta última premisa del poder soberano, aunado a la naturaleza de dignidad humana de la persona, se logra construir un concepto kantiano del hombre fundamentado en su dignidad y autonomía que no sólo explica la moralidad de un precepto, sino el fundamento de los derechos y libertades fundamentales que asisten a toda persona humana por el sólo hecho de serlo;  entendiéndose mejor el pensamiento revolucionario de Kant en atención a la libertad que proclama: el hombre es legislador y fin de sus actos y no debe obediencia sino al imperativo categórico.
Toda la tesis del imperativo categórico expuesta por Kant en su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” se basa en esta voluntad libre y soberana del ser racional que se auto legisla: una voluntad racional sometida a su propia Ley universal. En este argumento Kant propone la autonomía, (en contra de la heteronomía como voluntad externa que impone su ley), como fundamento de moralidad.
Ahora bien,  que el silencio de la maestra con  respecto al deber de lealtad familiar fuera libremente consentido, o por el contrario se tratara de un código familiar impuesto, como señalábamos al comienzo de este ensayo, no lo sabremos con certeza pues, aunque los cuentos de Pocaterra contienen  una denuncia a las injusticias e inmoralidades de su época, como este resignado y obligatorio callar de tantas I latinas que sufrieron violencia del Estado y de sus familias, no se aprecia con claridad si la Señorita sufre por decisión o por obligación, pese a mi firme creencia de que aceptar una cruz y llevarla consigo es  decisión de valientes. Pero indistintamente de que el sufrimiento sea una elección o una carga ineludible, no es un deber moral callar ninguna injusticia, no lo fue antes, ni lo es ahora; por el contrario, es obligación moral para con nosotros y con la humanidad toda, denunciarla.
Finalmente, moral y derecho difieren en relación con la apreciación del deber de callar por lealtad familiar, ya que no es un deber moral, según el imperativo categórico kantiano, pero sí es un deber jurídico, incluso de rango Constitucional. Sin embargo, existe una relación estrecha entre estos dos órdenes en lo que se refiere a la obligación de la sociedad y del Estado de conservar la humanidad y la libertad que los hombres llevan consigo, que Kant llamó moralidad, y que en terminología jurídica se denomina deber de guarda y corresponsabilidad social. Propiciemos este diálogo ético-jurídico para ofrecer al mundo herramientas necesarias que garanticen la humanidad y la libertad de todos. ¡Bienaventurados los libres y autónomos de voluntad, porque de ellos será el reino de los hombres y los dioses!
Milagros Terán Pimentel

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