No puedo verte triste porque me matas.

En mi pueblo natal, Boconó, existe desde hace muchos años una vieja leyenda que no sé si es real o es urbana, y la que he tratado de corroborar, sobre una supuesta anécdota que se vivió allá a finales de los años sesenta del siglo pasado con el cantor Julio Jaramillo, la cual tuvo que ver con una de esas tantas noches de farra que lo caracterizaron, y donde a veces, para no decir siempre, se metía en problemas por motivos de tragos y mujeres. 

La cuestión es que en una oportunidad tenía una presentación en el añejo Club Centenario, y tarde en la noche al culminar su ronda de canciones, se fue directo a un bar de esos de bombillos rojos y humo de cigarro en las afueras de la población, donde entre copas que van y vienen de amargas cervezas, comenzó a tararear las canciones que sonaban en la rockola y que coincidentemente algunas salían de discos con su adulzada voz.

Esta situación molestó a algunos borrachos que le increparon que dejara oir a Julio Jaramillo, y que desafinara las melodías; por lo que él, también embriagado comenzó a vociferar quién era, desnudando su altivez de mestizo costeño guayaquilero, y entre la oscuridad y los tragos incrédulos surgieron golpes a granel, que incluyeron sillazos y mesas por el piso e histéricas mujeres llorando. Ciertamente al rato llegó una patrulla, llevándose a los boxeadores involucrados.

Esa noche, el ecuatoriano la pasó plácidamente descansando su pea en la cama de cemento del cuartel local, sin cobija y oliendo orines rancios. Es pues un recuerdo que a veces sale a colación entre las paredes de solidarios y oportunos bares y cantinas.

 

 

 

 

 

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