Un día de cuarentena

        Sábado Santo, en medio de la pandemia de 2020. Esta mañana, dentro de la irregularidad inusual de mi reloj biológico, alterado en estos ya cuantos días de cuarentena, obligada y voluntaria, preventiva ante ese virus que lacera la población mundial desde fines del año pasado, me levanté temprano, con la firme intención de salir a comprar alimentos, que en días de encierro pareciera que duran menos de lo normal.
        Ciertamente, debía ir temprano, apurado, ya que el horario impuesto, establece locales comerciales abiertos sólo hasta el mediodía, y circulación en la calle, bien peatonal o en carro, hasta las dos de la tarde, so pena de unas horas de charla cívica, hacer ejercicios bajo cánticos de “boys scouts” hasta más no poder y como guinda, el que monten en un camión y te dejen botado unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad, para el irremediable regreso caminando, o en caso de conducir, la retención del vehículo en un estacionamiento oficial. Toda una pedagogía dispuesta para no olvidar la lección, aunque no se si aquí pudiera ser valido aquel viejo mensaje hecho por la Televisión Española a finales de los años setenta del siglo pasado, invitando a hacer efectiva una segunda oportunidad, que afirmaba que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”, donde se mostraban mortales accidentes de tránsito, que si no se tomaba conciencia, en una segunda oportunidad, de nuevo el vehículo chocaba.
        Hoy decidí que por primera vez, en las cuatro veces que he salido tras el pan nuestro de cada día, iría “a pie”, para estirar lo más posible, el aproximado cuarto de tanque de gasolina que tiene el automóvil, y de lo cual no tengo seguridad, al correrse el indicador, teniendo que recurrir al “ojímetro”; además, que el trayecto caminando a buen paso, desde mi hogar, en las afueras de la ciudad, hasta las cuadras comerciales de la pequeña urbe, es de más o menos, veinte minutos, y no es mucho, como tampoco lo era, lo que iba a adquirir.
        Ya casi cuando me alistaba para salir, le di una mirada al teléfono para no llevarlo, y hubo entre tantos mensajes de whatsapp acumulados, luego de una tarde-noche previas sin luz, y sin conexión de datos, dos videos que me aguaron los ojos: el primero, sobre un niño de unos cuatro o cinco años, que presumo debió ser grabado en España por la ambientación, quien al dar positivo al virus, era “sacado” de su casa para aislarlo; si, muy triste ver al niño solo, obediente, sin sus padres, acompañado de varios hombres con trajes de astronautas, que llevaban sus “maleticas” y lo condujeron a una ambulancia, trastocándome esa sensibilidad filial, que solo la supo tan bien expresar el poeta Andrés Eloy Blanco, en aquel fragmento de “Los hijos infinitos”, que dice que “Cuando se tiene un hijo, se tiene al de la casa y al de la calle entera…”. El otro, sobre mi pueblo natal, con sus calles, mis calles, desoladas, íngrimas, bajo el sonido lánguido, pero esperanzador, de la última canción de “La Oreja de Van Gogh”, tan bonita como todas las suyas, abrigando un “…volveremos a encontrarnos, volveremos a brindar, un café queda pendiente en nuestro bar…”, que todos ansiamos con vehemencia.
        Bueno, me fui, con mi por estos días habitual tapabocas, a intentar realizar rápido las compras, conciente de las largas colas de personas que se están formando en las puertas de los negocios, en filas que guardan como en la escuela, la distancia, debido a las carencias de los insumos y la necesidad de consumir; y además, también porque debía abocarme a la rauda búsqueda de productos un poco más económicos ante la campante inflación, preguntando en carrera en unos cuantos establecimientos, a ver si alcanzaba para algo mas el dinero.
       Cuando ya había caminado a buen ritmo, unos doscientos metros fuera de mis residencias, di alcance a una señora de avanzada edad, quien lentamente arrastraba un carrito de compras, iba por alimentos. Llevaba puesto su respectivo tapaboca, con la salvedad, que le cubría era la boca mas no la nariz; algo así como, que tal vez entendió literalmente su uso por su nombre; o como argumentan irracionalmente la mayoría, que con ellos se asfixian, que no pueden respirar, o  que no lo considera necesario, y se porta solo por cumplir.
        Ya, pasados unos minutos, haciendo mi primera cola para adquirir unas harinas de maíz, con la precaución de todos, de respetar, algunos a regañadientes, el metro de distancia, se paró al frente de mi, un bus a recoger pasajeros, y la mirada me llevó a una ventana del transporte, donde iba una muchacha plácidamente sentada, recostada al vidrio, con el tapaboca en la barbilla y “comiéndose las uñas”. De nuevo, rebobiné los constantes mensajes que se televisan, radian, que “corren por las redes” masivamente para cuidarnos, explicando el virus y su rápido contagio, y fue el motivo para que de inmediato decidiera que debía escribir, que al no más llegar al apartamento, luego de “asearme”, tomaría la minilaptop para hacer un relato, sobre algo así como “Notas de la pandemia” o “Días de cuarentena”.
        Mientras continué con mi búsqueda del “maná” de los días próximos, hilvanaba ideas sobre lo que debía redactar.  Y de esta manera, me conseguí con otras notorias rupturas con el “protocolo” preventivo, como el rechoncho abogado, al cual reconozco de referencia, que grotescamente, en la puerta de un cafetín, se “sacaba” restos de alguna empanada de entre sus dientes; o el señor, que en la nueva cola que yo hacía cuadras mas allá, parado a un metro de mi, se bajó la mascarilla, para introducir el índice en una de sus fosas nasales.
        Casos apartes, fueron los de los dos funcionarios de seguridad del Estado, encargados de hacer que las personas respetaran sus espacios y sus turnos como medidas preventivas ante el virus, repitiendo a cada rato la necesidad de cuidarnos por el bien colectivo, quienes ante el calor sofocante de la proximidad del mediodía, compartieron a “pico e’ botella” el envase de dos litros de agua; así como el de una mujer embarazada de aproximadamente ocho meses, por lo que dejaba entrever su prominente “barriga, con una niña pequeña de la mano, a quien le colgaba su tapabocas como collar, desprovista pues de protección en su nariz.
        En el recorrido, no faltó la parejita de enamorados que entre románticos abrazos y mimos, compartían en un banco de plaza, una apetecible megabarquilla, cuya servilleta ya mojada por el helado derretido, se notaba adherida a la galleta, y que uno sabe lo pegajoso que se pone en los dedos de la mano.
        Curiosamente, cuando ya estaba de regreso, me llamó profundamente la atención, la presencia de una vieja indigente del sector, quien muestra siempre trastornos mentales en sus actitudes cotidianas, que portaba de lo más responsable su mascarilla, como si quisiera reclamar ante el mundo su cordura, diciendo en silencio que los enajenados son otros, y no ella.
        Ahora bien, como colofón de la mañana, en el mismo lugar cercano a mi “casa” en que me topé con la señora del primer tapaboca de adorno, por cuestiones del destino, la volví a encontrar, la alcancé y nuevamente la rebasé, y lo portaba como al principio, puesto de mentira. Así salió y así llegó.
        Y en ese instante volvieron a mi mente las tristes imágenes vistas a primeras horas de la mañana: el pequeño niño” español”, que quien sabe si la vida le habrá de permitir volver a casa, al reencuentro con sus padres, sus juegos y sus sueños; y las calles ausentes de mi pueblo, llenas de silencio, entendiendo entonces que con lo visto, en un mundo donde priva la doble moral y la apariencia de lo normal, vendrían muchos otros niños dejando sus hogares en un viaje hacia la incertidumbre, y muchas más calles de pueblos y ciudades desiertas.
        Al rato, cuando quise sentarme a redactar, de nuevo se fue la luz, y tuve que dejar para después las notas de un día cualquiera de cuarentena. 

José Urbina Pimentel


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