Literatura, mujeres y política

¿que es la literatura?La gente de El Techo de la Ballena, que tuvo su mayor esplendor en los tiempos de la Venezuela saudí, finales de los 60 y todo el 70 del siglo pasado, eran implacables con el enemigo, ansiosos de literatura y vida y locos por la política y el licor. Pululaban por Sabana Grande, esencialmente en tres bares que llamaban el Triángulo de las Bermudas porque, una vez sentado en el taburete de la barra de alguno de ellos, la salida de ese mismo o de los otros dos era imposible. Hablaban a gritos, interrumpiéndose, dando argumentos, datos, criterios sobre literatura, mujeres y política, las tres cosas más importantes de su vida.


Hablaré del poeta Caupolicán Ovalles, el Padre de la Patria de la República del Este, en Caracas, de Salvador Garmendia, de Adriano González León y de Carlos Contramaestre, porque los conocí, los leí, los frecuenté, hablé con ellos incansablemente y todavía los recuerdo como si estuvieran vivos. Adriano González León dejó sobre la tierra de la literatura una muy buena novela, País portátil, de cuya edición se cumple medio siglo el año que viene; después escribió otras cosas, pero su dedicación casi absoluta a la verbalidad excesiva y al trago interminable le restaron un talento que derrochó sin dejar nada mejor escrito. Ahora es actualidad porque Otero Ediciones acaba de publicar sus Cuentos completos en Venezuela, donde hay textos de verdadero valor literario, textos pequeños o cortos que no tienen la dimensión de País portátil, pero que ahí están, dando testimonio de lo que fue, y de lo que pudo ser y no fue Adriano González León, el hombre que lloraba cuando recitaba poesía y que mantenía como Carlos Barral, durante los últimos años de su vida, que el vino blanco no contenía alcohol.
Salvador Garmendia era un escritor todoterreno, divertido, expansivo, radical, un narrador a prueba de bombas. Bebía hasta quedarse descalzo y sin saber en qué país estaba en ese momento, pero escribía como los dioses mejores. Siempre recomiendo su novela Los pies de barro, sobre todo en estos momentos tan dolorosos para Venezuela. Carlos Barral lo incluyó en la nómina editorial de principios de los 70 como “el cónsul de la narrativa venezolana en el boom latinoamericano. Vivió en Barcelona durante una temporada. Ahí lo conocí y lo frecuenté durante mucho tiempo hasta que se me perdió en el alcohol y en las calles de Caracas y no lo volví a ver más. Nunca, sin embargo, me he olvidado de su capacidad para la subversión verbal.
Carlos Contramaestre era un pintor y poeta cuyo objeto principal en la vida era divertirse. En los tiempos de estudiante en Salamanca, Adriano González León y él sacaron a pasear por sus calles provincianas una iguana venezolana que los salmantinos creyeron que era un dragón asiático que arrojaba fuego por la boca. Imagínense el escándalo en los años 50. Echaba vainas todo el tiempo, pero todas esas ocurrencias derivaban en ideas formidables, como el mismo Techo de la Ballena, que terminó siendo un grupo fundacional en medio del derroche petrolero de la gran Venezuela de aquella época.
En cuanto a Caupolicán Ovalles, ya he dicho que era el Padre de la Patria y el hombre que convencía a los demás para llevar a cabo todas las locuras que ustedes pueden y no pueden imaginarse. Ahora ha vuelto a resucitar porque se acaba de publicar, también en la Caracas dolorosa, por Rayuela Taller de Ediciones, su antología poética En (des)uso de razón, que he tenido el placer, el honor y el privilegio de prologar y presentar en Madrid, hace unos días. Caupolicán era el más insurrecto de un grupo de insurrectos que habían entregado su talento a la vida integral y que se daban, por eso mismo, a la vida sin límite alguno. Las discusiones de literatura de la gente del Techo de la Ballena podían durar tres días enteros, rociados todo el tiempo con trago imparable e interminable. De vez en cuando admitían a señoras en la mesa para que estuvieran, sobre todo, al tanto del talento verbal de los caballeros que intentaban a toda costa demostrar quién era el más inteligente de ellos. Eran libres, apasionados, afrancesados, insolentes, interminablemente gritones, poetas todos y bebedores de la vida. Francamente, son inolvidables. Caupolicán convenció al dueño de una empresa funeraria, Elías Vallés, para que financiara una revista literaria que se llamó República del Este y que tuvo una existencia de cinco números, hoy inencontrables. A Elías Vallés le dijeron que trajera una urna para las elecciones en la República del Este y el empresario trajo una pequeña urna funeraria donde los ciudadanos de la República del Este votaron desde entonces a sus cargos. ¡Ah, qué gente inolvidable! Únicos en el mundo latinoamericano en aquella época, poco a poco se los tragó el alcohol, es verdad. Pero no es cierto que se dedicaran sólo a eso: ahí, vivos, están sus libros. Y, nosotros, sus lectores, los recordamos como si hubiera sido todo ayer mismo.

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