Cuando se hace referencia al Alma Mater, ciertamente que se relaciona
con la universidad y su rol generador de conocimientos. Pero luego de recibir
anoche por parte de un buen paisano, unas cuantas fotos en las que aparecía
precisamente la escuela en que estudié mis primeros años, me lleva a repensar
que tal acostumbrada y tradicional aseveración, en realidad no es tan cierta.
Para nada cuestiono el papel fundamental de la institución académica,
más cuando se encuentra intrínseca en mi, de la imprescindible universidad en
la retransmisión de ideas, pensamiento, tecnología, actitudes y capacidades, si
no que considero como reduccionista ubicar solo allí una "alma
mater", porque entonces, ¿cómo quedan mis padres y mis abuelos, o ese
inmenso conglomerado de personas que por una u otra razón nunca tuvieron ni
tendrán la oportunidad de pisar éstos recintos, pero quienes contaron con todo
un espacio originario para adquirir valores y destrezas, a través de los cuales
han desarrollado de la mejor manera sus vidas, social, afectiva y laboralmente;
y que bien pudieron ser sus casas o sus escuelas en sentido amplio? ¿O cómo
entender igualmente el aprendizaje y formación de campesinos en su apego y buen
trato a la tierra, para su mejor cultivo?; ¿o los que se apropian con talante
de oficios en el camino de la vida?; ¿o incluso tantos inventores pragmáticos
que salieron del empirismo y la observación?
Ahora bien, la foto a la que me refiero es actual, ya refaccionada y
ampliada de lo que fue la Escuela Unitaria 2643 de La Loma del Pabellón Abajo,
donde estudié entre 1970 y 1973, primero, segundo y segundo grado, bajo la
égida de mi primera maestra durante esos tres años, nada más y nada menos que
mi madre, quien con su buen oficio de docente rural siempre de primeras letras
durante tres décadas, desde que se inició hasta su jubilación, hizo entre la
casa y el aula, que pronto, muy pronto me alfabetizara; como también me dió mi
buen "reforzamiento" al aplazarme en segundo grado y hacerme
repetirlo.
Era ella una de esas maestras de aquella época, que entendían a carta
cabal la educación inductiva, dirían actualmente conductista, cuyo resultado
era que nadie se quedaba sin aprender; además de distribuir de la mejor manera
el tiempo y los espacios entre los tres grados, a quienes solo nos dividían las
filas de pupitres y el pizarrón con límites invisibles.
En esa pequeña escuela, muy pequeña en ese entonces, pasábamos gran
parte del día: desde las ocho de la mañana en que papá nos llevaba, hasta las
cuatro de la tarde en que iba por nosotros.
Debo decir que fueron años maravillosos, pienso que necesarios, que me
dejaron mucho y me permitieron aprender tantas cosas de esas que se forjan y
tatúan para siempre en la vida, y que los teóricos de la psicología y la
pedagogía han definido como aprendizaje significativo. Enseñanzas dadas de un
paisaje hermoso adornado por una escuela simétrica y una carretera llena de
árboles que se hacían solidarios con el gusto por unas buenas guayabas,
naranjas, guamas y mangos, sin tanto esfuerzo para bajarlos y que la única
competencia era contra el hambre natural de las ardillas, los faros y la
multitud de pájaros de tonos coloridos; de tantos niños buenos compañeros, que
luego del almuerzo, entre juegos y carreras por una carretera que se nos hacía
interminable, sabían dar su amistad compartida; de gente noble, cuya mejor
tarjeta de presentación era la receptividad en sus agradables casas, llamándome
la atención en casi todas la presencia de un Almanaque de los Hermanos Rojas, y
que desde ese tiempo siempre he querido tener uno; de las caminatas fuertes en
tiempo de lluvia por caminos difíciles de transitar; pero sobre todo de mamá,
empeñada en que le agarráramos amor a la lectura, y digo agarráramos, porque
también estaba mi hermano, siempre compañero en el mismo grado hasta sexto.
Me enteré ayer que la escuela, ya más grande, actualmente tiene el
nombre de César Rengifo, el excelente dramaturgo, ya que antes solo era un
número y un lugar dentro de un Núcleo Escolar Rural.
Ver la foto de una escuela y una carretera por la cual debo tener casi
treinta años sin transitar y donde viví momentos tan gratos de mi infancia
ingenua, indudablemente que trastocan sentimientos y emociones dentro de una
senda de equilibrio, forjando una nostalgia imbuida de alegría.
En buena hora, por los viejos tiempos.
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