Mi otro Rey Mago: El Rey Flaco.



Recuerdo con cariño los “Días de Reyes” de mi infancia, por allá, con la inocencia de cuando tendría entre los cinco y nueve o diez años. Era un día especial, que aunque cayera en cualquiera de los de la semana, siempre parecía que fuera domingo, generalmente soleados, ya que no sé porque en ese tiempo si se cumplía con aquel axioma geográfico que nos enseñaban en la escuela, sobre las dos estaciones climáticas de Venezuela, una seca y una lluviosa; y ciertamente, enero era verano, y no como ahora, que es un desbarajuste total que llueve o falta la lluvia aleatoriamente, y que se explica técnicamente con los cambios climáticos.

Pero volviendo al pasado, los 6 de enero rutinariamente implicaban que temprano en la mañana llegaba mi abuelo Rufino a decirnos a mi hermano Alexis y a mí, que fuéramos a su casa, ubicada a una cuadra, ya que en el pesebre había unas bolsitas que habían dejado los reyes magos. En nuestro hogar, Gaspar, Melchor y Baltazar, actuaban diferente, y los regalos los dejaban debajo de la cama, al lado de los zapatos, y serian unas veces carritos de hierro, o pistolas, o un bolsa de soldados; aunque también una caja de galletas.

 Así, rapidito, ante el aviso de Rufo, nos íbamos corriendo el corto trecho hasta la vieja casona, para conseguir unas bolsas simples de papel, de las que antes daban en los negocios con cualquier cosa, amarradas con hilo y con una tarjetica de navidad con nuestros nombres, y adentro tenían lo de siempre: unos dulces o galletas, además de un “fuerte de plata”. En ese entonces, el interés lo centraba en las chucherías, sin valorar las desgastadas monedas, las cuales eran las de cinco bolívares utilizadas en el siglo diecinueve, y que aparte del valor monetario, tienen un valor histórico, y tal vez, la intención de mi abuelo al colocárnoslas, era incentivar en nosotros el valor del ahorro, algo que él siempre cultivó.

El resto del Día de Reyes, que era de “pasear”, implicaba ir a San Miguel, un pequeño pueblo cercano donde tradicionalmente, desde sus orígenes mestizos idiosincráticos, representan con amplio sincretismo y mucho fervor popular, la adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús. Ciertamente, desde los altos cerros montados en caballos, llegaban los esperados monarcas para el beneplácito colectivo.

Y en el diminuto casco urbano, coincidente en su plaza y su iglesia colonial de inmaculado blanco, adornado de música altisonante y telas brillantes multicolores de los trajes y disfraces de incansables danzantes, que garrote en mano asustaban a los presentes, posiblemente eufóricos por los efectos de una buena dosis de bebidas espirituosas, pasábamos la tarde, disfrutando para mitigar el hambre, de sabrosos pasteles que vendían en varias de las casas cercanas, como también de unos inigualables higos rellenos o unas “empanadas nevadas”, para ya en la tarde, lograr salir dentro de la multitud de carros apostados estrechamente en cualquier espacio, y regresar a casa, para prepararnos a la odisea del día siguiente, siete de enero: el retorno a la escuela después del receso decembrino.

En otras ocasiones unas dos veces, el Día de Reyes fuimos fue a “La Orchila”, un hermoso paraje en las afueras de Boconó, el cual se acostumbraba visitar por los paisanos para hacer parrillas, en una especie “picnic” criollo. Era este un amplio descampado, propicio para, aparte de asar carne o sancochear, jugar “pelota sabanera” hasta el cansancio, mientras hacia la digestión.

En fin, estaba jornada festiva, era extraña al haber pasado ya los días alegres de diciembre y de fin de año, con sus músicas y colores: por lo que era como una especie de octavita navideña. Y hoy, al recibir tantos mensajes por whatsapp de tributo a los Reyes Magos, no me queda otra que recordar a aquel cuarto rey de mi infancia, que no usaba corona como los tres magos del Oriente bíblico, sino sombrero de ala corta, y que tampoco era gordo como los de los pesebres: era pues Rufino, el Rey Flaco.

 

José Urbina Pimentel

 

 

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