Una quincallería de ilusiones

 

Creo que definir al Recodo como una quincallería, es un acertado viaje al pasado de unos cuantos lustros. Si bien, el termino quincalla se refiere concretamente a un montón de baratijas, visualizar a otrora en Boconó, las adyacencias del cruce de la Páez con la Gran Colombia, es ver,  varias décadas atrás, un gran mercado de todo, de cualquier cosa; es decir, un pequeño lugar contentivo de casas viejas como detenidas en el siglo XIX o principios del XX, todas de altas paredes culminando en alares de tejas, enormes puertas con sus respectivos zaguanes y exageradas ventanas de poyos y mamparas; como una invitación atractiva a la curiosidad del transeúnte.

Ciertamente, el sector era un extraño bazar donde se conseguía de todo, ya que aquellos viejos señores y gentiles damas, como herederos de sus ancestros ubicados en la entrada al Jardín, cultivaron con fe el arte del comercio, de los servicios y de la hospitalidad; y asi  por muchos años, en una rara sintonía vecindaria y no competitiva, incontables locales de ventas, entre bodegas y depósitos mayoristas, convivían en amistad fraterna entre sus dueños, en solo dos, tres o cuatro cuadras. El hecho es que cada expendio estaba ubicado al lado de otro que vendía lo mismo, y esto sucesivamente a lo largo de la fila de casas, sin generar conflictos de intereses y personales.

De esta manera, se compraba dentro de una larga lista de sitios: dónde Rojas; Juan "Telas"; Candelario; Marcos; "Mano" Merce; Antonio; Ruperto; Onésimo, Guillermo; Don Felipe, Pedro y Rubén el "Guayo"; Rufino, el recordado abuelo; y más, abajo, por la entrada del vetusto puente, los Torres y los Quevedo. Eran estos, abastos unos al detal, y otros depósitos mayoristas destinados a surtir mercancía para el resto de bodegas, negocios, abastos y pulperías de todo el poblado y de los  diferentes campos cercanos y lejanos.

La cuestión es que no solo eran negocios bodegueros, porque en este vender de todo, como en una enorme quincallería ilimitada, también estaban: las ferreterías de los señores Santiago y Valero; los botiquines o bares de altisonantes rockolas de Graciano, Ruperto y Chico; las ventas de pasteles, panes y bizcochos de las Bastidas, Tulia, Zoila, Virginia, Doña Blanca, Auxiliadora, Herlinda, y dónde Samuel; la tintorería de los Jerez, la carnicería de Víctor; los cafetines del Gordo Felipe y Herlinda; el inconcebible concesionario de carros "nuevecitos, de paquete" de Don Robiro; la tienda deportiva de Luis; la farmacia de Gerardo; el depósito cervecero zuliano de Vicente, Esperanza o Racente; la compra de café de Don Elias, y la perfumería “esotérica” del candidato a Presidente de la Republica de apellido Castellanos.

Pero también se "vendían" servicios, como los de hospedaje en las pensiones de Doña Ana, Chico y Georgina; o viajes para Caracas o cualquier parte del occidente del país con las líneas de transporte de Virgilio, de Los Andes y San Rafael, incluyendo también los que "vendían" carreras pa' los cerros, entre ellos Tomas, Sinecio, Mano Chao, el imparable "Loco" y Nino, el amable padre de este narrador.

Y si se requería arreglar, lavar, pintar o guardar carros, aparte de soldar en una herreria lo necesario, o además "echar" gasolina, allí también lo "solventaban"; cuestión de ir dónde Vique, Robiro, Matías, Mauricio, Vicente y la proximidad de la San Souci.

Unas "ventas" muy especiales eran las de las ideas y de la "cultura", las que se hacían posibles, por un lado en el viejo e icónico de siempre Liceo Dalla Costa, y al frente de él, en el hermoso Ateneo, que entre tanto derroche positivo de gestar artes, todas las noches en su cine, “vendía” en dos funciones las películas de turno que iban emanando desde el lejano firmamento de estrellas de Hollywood.

Por último estaban, versionando la película de Robín Williams "El Pescador de Ilusiones", los "vendedores" de ilusiones: entre algunos el "Negro" Cesar, Rufino, Matías, Gumersindo, Figueredo, Porfirio, el "Cuñao" Pimentel, Evlis y Nino, que oportunamente encantaban con sus cuentos entre folklóricos y realistas, a esa pléyade de muchachos y no tan muchachos reunidos en comunión de amistad, que mutaban de oyentes a cuentacuentos.

No hubiese sido extraño, que el mismo Robin Williams a pesar de su "gringuidad", fácilmente se hubiese adaptado a ser un caminante más de esa peculiar quincallería recodera.

 

José Urbina Pimentel 

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