Anoche
platicando telefónicamente de una y mil cosas con Alejandro Gil Martorelli, El Chiche, él rememoró entre
luces y olvido, una vieja anécdota que vivimos ambos, hace treinta y algo de
años atrás, con el laureado escritor trujillano Adriano González León. Este
buen narrador estuvo en la vanguardia, para no decir que lideró durante los
años sesenta y setenta del siglo veinte, el boom de la nueva narrativa
venezolana, que se abría espacios literarios bajo líneas de acción ideológicas,
que buscaban interpretar una realidad que exigía cambios socio-histórico-culturales
en la fisonomía de país, cómo parados en la esquina de enfrente de las
descripciones mágicamente hermosas de Gallegos y Uslar; es decir, una literatura comprometida, de estratos y
estructuras sociales de denuncia y conflictos.
Su novela eximia "País
Portátil" se ganó en poco tiempo, aparte de un premio internacional de
novela en España, el interés de todos los lectores, y era un hecho que también
muchos jóvenes desde el Castellano y Literatura del liceo, eran captados por
ese viaje imaginario a través de la Venezuela militante.
Era el tiempo, entonces, en que
González León, catedrático universitario, recibió el reconocimiento
generalizado del mundo literario no solo a nivel del país, sino extensivo al
ámbito latinoamericano, y en medio de tertulias, que se acompañaban de vinos y
otros especímenes etílicos, en las cuales se embriagaban las discusiones en
torno a la palabra escrita, los escritores "caraqueños" y en otras
ciudades de la provincia se dieron a la tarea, de reunirse en movimientos y
peñas de interés literario, tales como "El techo de la ballena" y la
"República del Este", o como en el caso de Mérida, lo fue en "El
Kontiki" y "La Cibeles"; y allí González León, fue famoso en
estas veladas inacabables entre humo y voces altisonantes, donde se hablaba de
Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Borges, Cortázar o García Márquez, o se recitaban
poemas de lujuria, amor y locura.
Pero nuestra anécdota, tiene que ver
con una visita a principios de los años noventa, que el mencionado narrador
realizó a Boconó con fines académicos, invitado por la Cronista local, doña
Lourdes Dubuc. Para esa época, yo aún
fresco como egresado de las aulas universitarias, laboraba con ella en un
proyecto socio-cultural local, por lo que me pidió el favor y acompañará o
guiara al ilustre literato a algunas visitas institucionales, que él debía
hacer.
Al día siguiente temprano, le pedí
prestado a mi abuelo su viejo Jeep, y acompañado de mi amigo El Chiche, un
bisoño estudiante de medicina que andaba de vacaciones y a quien González León
le auguraba desde ya ser "un bocones más en el exilio", recogimos al
notable escritor en el sitio acordado.
Al principio, la timidez y el respeto
por aquel señor que había escrito una novela que ambos habíamos leído, privaban
en el vehículo; no en balde él era una de las "vacas sagradas" o
"grandes gurúes" de la literatura venezolana de siempre; pero poco a
poco entre visita y visita al Mercado Campesino y al Ateneo, se fue ganando confianza,
y su seriedad inicial comenzó a flaquear, rompiéndose el hielo de la
formalidad, para con libertad responder a nuestras preguntas y comentarios
sobre su estilo discursivo, que se nos asemejaba al de Miguel Otero Silva, y
también pasar a hablar del pueblo y otras cosas de la calle.
Ahora bien, luego de cumplido el
periplo sugerido por la Cronista, un tanto académico e institucional, ante el
calor de la tarde, no nos negamos los tres a la invitación de compartir unas
sillas de madera en el negocio de Claudio, en La Vuelta de Las Guayabitas,
libando unas cuantas frías, para hablar, entre los acordes de las rancheras que
provenían de la vieja y sabia rockola,
no de literatura ni de los personajes del "país portátil" construido
por él, sino de béisbol, de los toyotas
que pasaban cargados de bultos cerro arriba y de las montañas cenizas de
yagrumos que se divisaban a lo lejos.
Ya, un tanto relajados, por los grados
de la cebada, me recordé que mi abuelo debía estar furico porque le pedí el
carro por un momento y ya iban varias horas de ausencia. No quedó otra cosa que
pagar, incluyendo la del estribo e irnos, y dejar a Adriano González León en su
hotel. Creo que al día siguiente se fue.
De lo que sí estoy seguro es que ese
día aprendí más de Castellano y Literatura que en muchos años anteriores.
José
Urbina Pimentel, 2022.
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