El viejo Antonio partió hacia los predios del Señor.
En la foto es el sexto de pie. En mis años de estudiante lo distinguía sin
conocerlo personalmente, como el aguerrido entrenador del equipo élite de
fútbol de la Facultad, plagado de cursantes de Educación Física, y donde aparecían
más de un jugador profesional, pertenecientes bien a Estudiantes o a la ULA FC,
al que los "guerreros" integrantes del once de "Historia",
mas dados a la lectura que a las tardes de cancha debíamos enfrentar en
desventaja física y técnica en los juegos inter-escuelas de la Facultad de
Humanidades, y que como comodín de lucha, nos quedaba el reto de no ser últimos
entre los otros cuadros débiles, “Letras” y “Educación”.
Pero años
luego, en una tarde de un fin de semana, parado en la carretera de El Páramo,
pidiendo cola cuando regresaba del trabajo que iniciaba mi vida como docente en
la escuela de Cruz Chiquita, la más alta del país, paró un auto grande y era el
profesor Miranda, el antiguo contrario en el balompie universitario, y durante
las dos o tres horas de viaje conversamos de tantas cosas, comenzando desde ese
momento una amistad reciproca.
Como al
mes, como casualidad, un lunes temprano en la mañana, en Vuelta de Lola, donde
esperaba transporte para ir a la ”jornada semanal”, en aquel recóndito lugar de
la cordillera trasandina, pasó Antonio rumbo a Valera, a cumplir con sus asuntos
académicos, y reconociéndome me ofreció nuevamente la cola, retomando temas
sobre la vida y el futbol; y precisamente la semana anterior, yo había logrado
un contrato para dar clase los fines de semana en la facultad en un programa de
egresados, que al contárselo me invitó a formar parte del equipo en el inter-facultades
de los docentes.
Y así
fue como a partir de allí compartimos tantas cosas, y nos hicimos buenos amigos,
en la cancha y fuera de ella, en los pasillos del recinto universitario y en la
calle. En el engramado, el viejo Miranda destacaba por su fuerza, tamaño y su técnica,
que a pesar de que para entonces, ya pasaba los cincuenta años, daba buen trato
al balón, y se especializaba en sus pases certeros y milimétricos, persiguiendo
alimentar el olfato de los goleadores de turno. Y yo, desde mi posición de
lateral siempre en cualquier pelota recuperada, buscaba dársela a él, confiando
en su sapiencia y sus canas de “pícaro” jugador. Terceros tiempos vinieron
muchos de risas y reconstruir los malos pases y las derrotas, o las victorias
logradas, sobre todo contra “Ingeniería”, los duros del torneo..
También
me hice conocido de su familia, de su señora y de sus hijos, y varias veces me
invitó a acompañarlos allende las frontera, en plan de fin de semana a su
Chinacota natal, un hermoso paraje para la distracción y el “relax”, de buena gastronomía,
excelentes postales naturales y arquitectónicas, y gente cordial. Es una deuda latente
volver un día de estos con mis hijos y mi esposa a degustar su aire, su
exquisito pan, el rey cochino frito y asado, sus calles y su música.
Posteriormente,
con el paso de los años, luego de culminar mi ciclo docente en la Facultad, alejándome
poco a poco de ella, y de mudarme a una ciudad relativamente cercana, fui
perdiendo contacto con Antonio, y a veces cuando esporádicamente nos conseguíamos
conversábamos fraternamente como los viejos amigos. No recuerdo la última vez que
conversamos, y cuando Pulido, su ex-alumno, me informó que había fallecido, un
dejo de nostalgia me llegó pensando en los momentos compartidos con el viejo
maestro, mentor en la cancha, buen conversador, alegre y dicharachero como el
vallenato de sus tierras.
Seguramente
llego a las canchas celestiales con los guayos puestos y portando en el dorsal,
el número ocho que nunca soltaba, para continuar la recocha que en su niñez
comenzó. Y cuídense los contrarios pues de colocar bien la barrera, en caso de
que cobré algún tiro libre, porque por algún hueco libre, con un chanfle les
hace el gol.
José Urbina Pimentel
No hay comentarios:
Publicar un comentario