Hace unos cuantos días que la Gorda ya no está. Tomó
un viaje sin retorno hacia la tierra de sus ancestros. Yamileth era su nombre,
pero cariñosamente la llamábamos la Gorda, guiados por sus rechonchos cachetes,
que con fuerza contenían como frenos de lado a lado, las frondosas risas y
carcajadas que a cada instante emanaban de lo más profundo de su ser,
acompañando en bonhomía y picardía sus oportunos comentarios. A Yamileth, no se
le escapaba nadie; en cualquier momento llevaba su dosis de humor.
Pero
realmente era ella la Maga de la Risa. Creo tenía en su poder una varita mágica
invisible que hacía que hasta el más gruñón y caradura, sucumbiera ante sus a
todo momento y frenéticos chistes, y lo afirmo, por mi, ya que por naturaleza
soy de humor difícil, de ceño arrugado y negado a la risa fácil, pero con la
Gorda, toda esa resistencia caía, para dibujarme una obligada sonrisa y hasta
más.
A ella la
conocí hace unos cuantos años atrás, en un curso de postgrado, donde al poco
tiempo, luego de conformar esos acostumbrados grupos y salir a flote los
liderazgos de turno y colocar informalmente las reglas de juego, que construyen
la “terrible armonía” de la convivencia y el compartir académico, se hizo notar
a punta de chistes la Gorda, para ganarse por derecho propio, un espacio en la
confianza de todos. Sabía en qué momento, lanzar sus flechas, para disolver
algún encontronazo intergrupal, colectivo o individuales por diferencias de
visiones pedagógicas, ideológicas o culturales, y todos a reír con sus
ocurrencias, era entonces dueña del escenario, y los profesores así lo
entendieron, que era un termostato para equilibrar la balanza y limar asperezas.
De esta manera, la larga y a veces tediosa escolaridad, se nos hizo más amena.
Era
Docente, oficio que ejerció con conocimiento, ganas y responsabilidad, pero creo,
que realmente era una actriz que nunca ejerció su carrera. Me convenció de esto
cuando una fría noche, en un Seminario práctico del postgrado, participó en una
obra de teatro, en la cual personificó a una Maestra rural, que durante la hora
que estuvo en escena, exprimió al máximo las carcajadas del grupo, con absurdas
e ilógicas historias de las andanzas y desventuras de la imaginaria pícara,
enamoradiza e irresponsable educadora de cualquier alejado campo venezolano
llamado “San José de Cochino Triste”, que sin aviso previo era visitada por sus
supervisores para diagnosticar a sus analfabetas estudiantes.
Recuerdo
que esa actuación de Yamileth, opacó al escenario, al resto de actores y a la
intención pedagógica y temática de la actividad y de la profesora de la Cátedra;
ella se ganó hasta la última sensibilidad, con una merecida e interminable
tormenta de aplausos, como premio justo a esa magnífica opereta de risas
sacras.
Desde esa
noche me convencí de sus inmensas cualidades histriónicas, que de plano con
naturalidad superaba a varias cuadras llaneras, a las acartonadas “cómicas” de
“Radio Rochela”, “Cheverisimo” o el añejo “Show de la Risa” de los años setenta
del otrora buen Canal 8, que mas que risa a mi me producían otra cosa, y que de
haber estado en el momento y lugar indicado, seguro hubiese triunfado con
creces en el difícil arte del buen humor. Era pues una mina de diamantes en
bruto de la comicidad sin explotar. Faltó quien la descubriera profesionalmente,
la colocara al lado de la realeza del “Conde del Guacharo”, en cualquier
escenario que aguantara sus genialidades, y hacer fortuna vendiendo videos sobre “El Show de la
Gorda” o “Yamileth, entre risas y rosas”. Y por supuesto siempre que la veía,
se lo decía: “eres histriónica, y muy buena por cierto”.
Debo
aclarar, que también era seria y que le gustaba lo que hacía con sus alumnos, y
que tenía una excelente didáctica propia para enseñar. Con profundidad exponía
cuando le correspondía hacerlo en cada Seminario, pero además era adicta a
participar en las discusiones temáticas con posiciones y comentarios sumamente
acertados; de igual manera, el problema para mí era diferenciar cuando hablaba
en serio o lo hacía en broma, ya que con ella, la amenidad podía sobrevenir en
cualquier momento.
O cuando,
para el día del acto del Grado, se encargó de organizar la actividad religiosa.
Ya estaba enferma, pero como abnegada directora de orquesta, con una delicada
minuciosidad días antes de la Misa comenzó su función, para coordinar cualquier
detalle, y así en la vetusta Catedral, el acto litúrgico fue realmente hermoso.
Pienso, que más que nadie estaba clara de sus tiempos, y quería ganarle tiempo
al tiempo, y por eso, la oración común pletórica de fe, tuvo su sello personal.
En este momento analizo, que esa fue su despedida adelantada para el grupo.
Ahora bien,
la última vez que la vi y converse con ella, fue una tarde que por casualidad
pasaba yo por el frente de su casa y estaba en la puerta, recibiendo a unas
amigas. Se notaba frágil, pero no daba espacio a la tristeza. Pasé y conversamos
un rato, unos treinta minutos, donde regresaron en cambote anécdotas que nos
dispararon la risa, como mi evidente torpeza para bailar, y que claramente para
La Gorda, yo era dueño de dos pies izquierdos reñidos totalmente con cualquier
ritmo, y que me ganó el bautizo por parte de ella de “El Hombre Imperfecto”.
Nos despedimos con un fuerte abrazo y las promesas de celebrar más temprano que
tarde, el viejo sueño de reencontrarnos con nuestros pasos colectivos perdidos
hace unas décadas atrás, y brindar por un nuevo amanecer, cantándole al son de
unas buenas gaitas a la esperanza y la alegría.
Imagino que
Yamileth debe estar haciendo de las suyas en las llanuras celestiales,
literalmente “matando” de la risa a cuanto santo y ángel se consigue en su camino,
ruborizando el pudor de beatas y monjas con mordaces chistes picantes,
evadiendo disimuladamente la censura de San Pedro y pidiéndole además a Dios
Todopoderoso con todas sus ganas, para su familia, sus pequeños alumnos que hoy
la extrañan y para el cúmulo de amigos, nos envíe permanentes lluvias de
bendiciones.
José Urbina Pimentel
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