EXTRANJERO EN MI PROPIA TIERRA.


     Es 30 de noviembre cerca de la medianoche, víspera de diciembre, y como acostumbro rutinariamente todas las noches, siempre y cuando el acceso a internet me lo permite, trato de comunicarme con Luis. A veces lo logro, otras  como esta noche es difícil, pero sigo en el intento.
     Han pasado ya más de siete meses en que él tomó sus morrales, los llenó de provisiones, unas cuantas mudas de ropa, mantas para atenuar el seguro frio por venir, sueños de adolescente, mas mi diaria bendición, para viajar al sur, al lejano sur, al desconocido sur, huyéndole a las miserias y a la desesperanza absurda, bizarra enquistada en esta Tierra de Gracia, tan noble pero tan maltrecha.
     Luis tiene diecinueve años. Los cumplió en septiembre. Hace apenas un año su vida transcurría normalmente entre las clases iníciales de ingeniería en la universidad, las partidas de futbol y su grupo de amigos, pero la andanza diaria por las calles de la serrana ciudad, cada día más dura, llenas de caos como las de cualquier ciudad nuestra, devenidas en una válvula de presión, lo incorporaron como un número más, a las estadísticas generalizadas, y de la noche a la mañana, se convirtió, en lo que es hoy, un inmigrante.
     Yo, el padre viejo, el papá abuelo, al principio no lo entendía. Para mí siempre el inmigrante había sido Abdul, el prospero libanés dueño de cuatro zapaterías contiguas en la cuadra de los árabes, allá en mi pueblo natal, o don Francesco, el sastre italiano de la esquina, o Juan Camilo, el letal delantero de los juegos dominicales, llegado desde Medellín recomendado en tiempos de aquella otrora bonanza cafetalera como capataz de la Hacienda “El Recodo”, quien en noches de verano recreaba en los bancos de la vieja plaza, su amor por la poesía de Neruda y de Machado, fiel además por el folklore irreal de García Márquez; definitivamente, una visión muy particular, y que había soldado sólidamente en mi imaginario, con las imágenes televisivas de la exitosa serie brasilera “Terra Nostra, transmitida por Televen hace ya unos cuantos años, donde se dibujaban los amores y desamores de un grupo de italianos que comenzaban una nueva vida en el sur de Brasil a finales del siglo XIX y principios del XX.
     Pero no Luis. No mi hijo. Menos, apenas cruzando esa línea rebelde que conduce a la adultez, y sobre todo, nativo de esta privilegiada tierra que históricamente ha sido un polo apetecido de atracción de inmigrantes llegados de cualquier país foráneo, seducidos por tanto suelo fértil, oportunidades para trabajar y crecer económicamente, en esta especie a su modo de “milagro americano”. Los inmigrantes eran ellos, jamás nosotros.
     Pero llegó el día de la partida. Entre sollozos y abrazos colectivos de nuestra pequeña gran familia, y un sin fin de “Dios te bendiga”, en esa despedida forzada para Luis y sus hermanos menores, quienes a su corta edad, el Gabo y María no entendían las dimensiones reales de la distancia, tal vez aproximándola a un fin de semana por ejemplo; solo Daniel, ya adolescente también, se sabía separado de su hermano, amigo y compañero de tardes-noches de partidas tras partidas de futbolito.
     Vino el viaje de una, dos, tres, cuatro, muchas jornadas de carretera, comentado vía whatsapp condicionado por el WiFi con descripciones y fotos incluidas sobre las novedades, aventuras y desventuras vividas, tras la larga semana que conduce del norte semicaribeño al sur austral, acompañado con la nostalgia a flor de piel a ambos lados del corazón, del que se va y del que se queda. ¡Qué ironía!, ¡Luis a escasos diecinueve años ha recorrido más kilometraje de geografía urbana y rural efectiva que yo en mis cincuenta y dos!. Él los conoce de pasada y de ventana, en ese maratón andariego de vivir en un bus a trasbordos durante nueve días, mientras que yo solo me quedo en los nombres y la ubicación que me brindan mi colección de atlas y enciclopedias geográficas hojeados tantas veces.
     Debo reconocer que esos fueron días amargos, de angustiante miedo al desprendimiento, a algo desconocido. Con una camuflada y solidaria conjuntivitis, de más está decir muy oportuna, la infaltable voz quebradiza, el desgano y apatía social, deambulando pues sin querer entre el amor y el dolor, no me quedó otra opción que acompañar la nostalgia en las notas grises y sentidas de las canciones de Perales, Yordano, Nino Bravo y Serrat, mitigando su ausencia durante el viaje, recurriendo a evocar en el calor fraterno tantos momentos vividos de felicidad.
     Claro, ¿cuánto tiempo hace de cuando yo lo buscaba en la guardería y el preescolar y nos íbamos a terminar la tarde en el Parque Ciudad de los Niños o en el Mc Donald?. Algo así como quince años, aunque me parecen menos, porque el tiempo en estos tiempos pasa demasiado rápido.
     Ya al llegar mi hijo a su destino, la gran metrópoli austral de la costa pacífica sur continental, con su día a día de adaptarse a su condición de forastero, comencé a acostumbrarme a la relación en la distancia, a las video llamadas y al Messenger para vernos en unas pantallas que nos robotizan los movimientos y nos escuchamos asincrónicamente, pero que al fin y al cabo, nos oímos, sientiendose la profunda alegría de la “tropa”, cuando nos colocamos todos enfrente de la mini laptop para “dialogar” como dicen ahora “en tiempo real” con Luis, y que lleva a Gabo a preguntarle, con la propiedad y el derecho que le da la inocencia de sus cuatro años: “¿Vienes el viernes?”, como si estuviera a la vuelta de la esquina y no en las antípodas; si, una relación a través de mensajes constantes que nos acercan aun cuando nos encontremos a 6.996 kilómetros de carretera de separación.
     En estos meses transcurridos, mi intuición y mis canas perciben a ese mozalbete más maduro en la vida, pareciera que ha crecido en años, en tamaño y en conciencia, aunque mida el mismo metro setenta; seguro que ya no es el mismo “carajito” que se fue, ahora es un joven tenaz, ecuánime, sensato. Diría mi abuelo Rufino, “echao pa’ lante”, y así anda por esos caminos ya en “la pega” como le dicen allá a trabajar, empleado en “cosas” que hace poco no sabía hacer, pero que las hace abriendo camino hacia un porvenir, y que el mes pasado lo llevó a ser seleccionado en su trabajo como el “Empleado del mes”. Lucho, como le dicen sus nuevos amigos sureños, igual que al viejo cantante de boleros, se muestra orgulloso en las fotos que me envió, posando al lado de una cartelera en la cual en el centro se distingue su rostro, su nombre sobre un comentario favorable, portando en su franela el pin de reconocimiento con el logo empresarial, que a pesar de ser el de menor edad demostró su eficiencia y rendimiento.
     Y él y yo felices de saber que hace lo que debe hacer, resumido en el Decimo Primer Mandamiento de la Ley de Nuestra Familia: “actuar bien por sobre todas las cosas”, luchando contra los estereotipos negativos y amarillistas que por desgracia siempre acompañan a los inmigrantes, alimentando y ensanchando a esa extraña palabra llamada “xenofobia”. Siempre “pa’ lante”, por que como sabrosamente cantan Yordano y Canelita Medina, “somos de madera fina”.
     Ya mañana será diciembre, pleno de días festivos por la natividad de Jesús, atiborrado de luces, olores y colores que alegran el espíritu de todo niño que entre aguinaldos y villancicos espera al igual que todos, sin distingos socio-económicos, algún regalo prometido por ellos mismos, y Luis estará allá, compartiendo con sus primos que también viajaron en esta diáspora sin razón de ser, a Dios gracias reencontrados para hacerse un espacio cálido filial en la ausencia familiar, conscientes que allende las montañas, un hogar con fervor los espera. Y tal vez este diciembre será triste y diferente; imagino cuando el viejo Betulio cante sus gaitas de todos los años, del amor, de los hijos ausentes y de la alegría de Navidad y Año Nuevo, y yo crea que las compuso pensando en nosotros. Ya no será este año, pero con esperanza y optimismo, en otras navidades próximas él estará presente.
     Es por eso que hoy comprendo, que no solo Luis es un inmigrante, sino que también yo lo soy. Aunque estoy en la “ciudad de las mieles eternas”, me siento un extranjero en mi propia tierra, ya que habito un espacio desconocido antes para mí, al ser padre de un hijo en lejanas tierras, aunque esto sea tan común por estos tiempos en estos lares.
     Por fin, valió la pena insistir: me acaba de llegar un mensaje de Luis por Facebook. Está en línea y no voy a perder el divino instante de contarnos hasta que el internet lo permita, los avatares del día…

     José Urbina Pimentel
            2018


4 comentarios:

  1. con mucho respeto maestro Urbina quiero compartir con usted este humilde
    poema mio, con el dolor que me causa el pueblo que sufre con los tiranos.

    El innombrable

    Oh bestia llena de todos los pecados,
    el pueblo ciego que te sigue a tropezones,
    se enfrenta al pueblo que mira con tristeza
    los triunfos del engaño.

    Oh bestia inmunda desciende al inframundo
    de donde Satán por compasión no debió darte
    permiso de salir a hacernos daño.

    Devuelve bestia horrible la sonrisa que robaste
    al salir de las pailas del infierno, la maldad no
    sonríe, solo gime, calumnia y acusa sin razones.

    Si tienes un poco de humanidad entre tus manos,
    rojas como la muerte a garrotazos, regresa a lo
    profundo de la tierra y libera de torpeza al pueblo
    que te sigue.

    DTR

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  2. Hola Diario, si de algo tenemos certeza los historiadores es que todo proceso histórico (o en este caso desproceso), es temporal

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  3. Muy bueno, Dios te bendiga y te siga dando mas vida, para que escribas las vivencias de estos tiempos

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    1. Amén. Igualmente, gracias por la lectura. No aparece tu nombre para identificarte.

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