Maestra Vida: una forma diferente de escribir literatura

 


Cada día estoy más convencido en torno a la dinámica y flexibilidad de las acciones humanas, lejos de las concepciones rigurosas que tradicionalmente establecen "que las cosas son como son", es decir, estáticas, unilineales e inmodificables, en el deber ser.

Ciertamente, interpreto la ambivalencia y poliformia de la cultura y el funcionamiento social; por supuesto, que entendiendo a la cultura desde un sentido amplio, para incluir dentro de ella a cualquier acto de creación tangible o intangible hecho por el hombre, bien sea a nivel del pensamiento o tecnológico, que exprese en esencia ideas o conocimientos, viéndolo desde la perspectiva que evoluciona en el tiempo, acomodándose a la naturaleza e intereses de los grupos, por lo que se hacen o muestran multiformemente, y por lo tanto aplica para todo.

Un ejemplo se encuentra en la literatura, la cual siempre ha sido conducida por esquemáticos caminos, construidos fundamentalmente con ladrillos de narrativa, de relatos, de cuentos y de poesía, cuadriculando el sentido de la ruta por recorrer, haciéndola predecible y metódica; y por tal razón, el mundo literario se reviste de escritores, o como los reivindicó el viejo Vargas Llosa en sus aventuras juveniles,  con lo de "escribidores", quienes desde el rol de novelistas, relatores y poetas, para bien de la humanidad, han creado infinidad de genialidades, puestas a la orden de cada lector cautivo que se haya dejado seducir por el encanto de montones de letras e ideas amalgamadas en párrafos o rimas, en buena hora hechas libros.

Por lo tanto, al ubicar escritores se piensa en Virgilio, Cervantes, Shakespeare, Víctor Hugo, Dickens, Gallegos, Rubén Darío, Saramago, Quiroga, Orwell, Camus, Neruda, Gorki, o Vallejo, entre muchos otros; realmente muchos, de infinidades inmensurables de "artistas" que a lo largo de la historia asumieron con fe y versatilidad la pasión de escribir, siendo así con ganada propiedad, representantes o referentes genuinos de la "cultura" literaria.

Ahora bien, considero firmemente que la literatura es algo más; que va más allá de las cuatro paredes edificadas por la novela, el cuento, el ensayo y la lírica, publicados como textos literarios, para ampliarse a otras maneras de escribir y transmitir ideas, para ampliar sus horizontes yendo de la mano de buenos juglares, exactamente cantautores que han hecho de la canción una forma sonora, sutil, amena, versátil y corta de contar historias, acompañadas de guitarras y su combo familiar.

Imposible entonces, no incluir el genio productivo y aporte poético dentro de la "literatura  musical" en lengua castellana de la brillante pluma de Armado Manzanero, José Luis Perales, Joan Manuel Serrat, José Alfredo Jiménez, Ricardo Arjona y Rubén Blades, escogidos dentro un nutrido grupo que también lo han sabido hacer muy bien.

Precisamente Blades, el cantante de salsa y abogado panameño recorre este camino de palabras sonoras y salsosas, cargando consigo a cada paso andado, una gran maleta de excelentes cantos que son odas a la vida y a la cotidianidad, para contar historias de gentes cualquiera, como habitantes de espacios que construyen sueños y vivencias en la intrascendencia del día a día.

Es así, que el canto, de este viejo maestro tiene la virtud de relatar en los pocos minutos a los que se reduce la canción, tramas completas de vida socio-cultural, individuales y colectivas, con profundidad temática, que bien pudieran ser largas novelas impresas, divididas en varios capítulos, y con un punto a favor, que dejan abiertas inquietudes y construyen aprendizajes; tal los casos de "Amor y control", "Pedro Navaja", "Maestra vida", "Plantación adentro", "Plástico", "Pablo Pueblo", "El padre Antonio y el monaguillo Andrés", "Adán García" y "Decisiones", entre muchas otras obras maestras ideadas durante su larga y prolífica carrera musical, bien como integrante de La Fania o de Los Seis del Solar, a veces cantando con Willie Colón en épocas pasadas, o desde el momento en que decidió ser solista y acompañarse por momentos con otros cantantes, incluso de igual manera, el transitar por otros ritmos y estilos musicales.

De hecho, particularmente "Plantación adentro" me lleva a mi infancia, recordando que en ese entonces sus estribillos calaron con fuerza en mi gusto, no solo por el ritmo, sino por una letra que se mostraba histórica y reforzaba ese gusto que ya me comenzaba a imbuir por saber del pasado, convirtiéndose en una de mis canciones preferidas, abriéndole además puertas a la pronta llegada de "Tiburón", "Buscando guayabas" y la icónica "Ligia Elena".

Queda pues mucho terreno por arar, en este maravilloso mundo de las plantaciones y cultivos de las letras sonoras, que solidarias  con son y sabor, y otras con nostalgia y reflexión, "germinan" placenteramente en cualquier momento en que se requieran.

 

José Urbina Pimentel

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Entre periódicos y revistas se hacía una buena sopa de letras

 


Recuerdo que yo de niño, en quinto o sexto grado, compraba el Reader Digets, el Sport Gráfico y Billiken que era una revista argentina, educativa y recreativa a la vez; algunas veces con la plata que me daban pa' los pasteles de la escuela y otras que sencillamente pedía para eso, y que en definitivo, como todo en aquella época, eran muy baratas, y sin tanto  esfuerzo estaban al alcance de cualquier bolsillo. Luego, un poquito más tarde, ya en tiempos del liceo, se sumaron a mi gusto, alternándose Geomundo y la Nacional Geographic.

Crecí ciertamente dentro de una familia que acostumbraba comprar revistas y periódicos.

Una tía era muy farandulera y todas las semanas adquiría Ronda, Bohemia y Venezuela Gráfica, y claro, yo las revisaba enterándome así del día a día de Venevisión, Radio Caracas y del lejano Hollywood.

 Mamá por su parte, ocasionalmente compraba Vanidades o Elite, ya las que yo también les daba un ojo. De igual manera, nunca faltaba Tricolor, la excelente revista editada gratuitamente por el Ministerio de Educación y que amenamente entre dibujos y textos nos paseaba por las maravillas de ese pais hermoso llamado Venezuela.

Por esas mismas fechas, llegaron los suplementos, muchos, diverso; eran coloridos o algunos sepias, editados en México. Habían de comiquitas, de héroes y superheroes de una infinidad de personajes, que faltaría espacio para que entraran apilados o en una larga fila incansables de Archies, Donalds, Mickeys, Supermanes, Batmanes, Santos, Llaneros Solitarios, Kalimanes, Tamakunes, Memines o Condoritos, como solo un pequeño extracto de gentes animadas; a los que al poco tiempo se le sumarían los vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía, de esas pequeñas "revistas de bolsillo". Lo bueno era que existía un mercado de trueque entre los muchachos de esa época, para cambiarlos en la plaza, por generalidad los sábados y domingos, y así leer nuevas aventuras.

Un tío todos los días compraba El Nacional, Últimas Noticias y El Tiempo, que ya al mediodía me los regalaba, para compartirlos con mi abuelo Rufino, sentados encima de sacos de maíz o cajas de sardinas en su negocio; igualmente mi tío  adquiría las revistas de hipismo: Partida y La Fusta, las que me aficionaron de vez en cuando, a esa costumbre de "sellar cuadros" de  4 o 6 bolívares en el "5 y 6" de los Piña. 

El Meridiano lo veía donde mis amigos de la Pensión de Doña Ana, y por un tiempo a veces lo compraba, para recortar a los jugadores de béisbol y hacer mi propio álbum de los equipos de las Grandes Ligas, impulsado por mi fanatismo hacia los Rojos de Cincinnati, en aquellos años en que brillaba David Concepción y me imaginaba "agarrando rollings" como él, pero que yo al contrario, realmente siempre fui muy malo jugando el deporte de las cuatro bases.

A un vecino español, quincenalmente le llegaba As Color y Don Balón y sus hijos me las prestaban para  leerle hasta las propagandas, enfiebrado como andábamos todos por habernos encontrado con el fútbol que para bien nos trajo el simpático Saulo Herrera.

E incluso ya en cuarto o quinto año en el liceo, algunos estudiantes recién universitarios que se nos acercaban a hablarnos de ideas izquierdosas sobre el "movimiento estudiantil", las "luchas" y las "masas", me comenzaron a regalar Spunik, la versión soviética e idílica del Reader Digets.

Eran diarios y revistas que tenían además una misión particular: hacernos crucigramistas; una gran pasión que me cautivo por mucho tiempo y que hacia que fuera impelable la llegada a la página de crucigramas y dameros, para que absorto lápiz en mano, enfrentarme al reto de los cuadritos blancos y negros de los primeros, que hacían sudar por largos ratos, la memoria y la razón, y que mientras más grandes mejores; en cuanto a los otros, los dameros, nunca sentí atracción.

Y yo carajito de diez años en adelante, me leía toda esa vaina. Y empezó ese sancocho informativo tan variado que incluía historias cotidianas sobre EEUU, al igual que de la Rusia comunista; de las novelas, series y películas de la tv venezolana y gringas; de noticias políticas y crímenes; de béisbol venezolano y grandes ligas; de todos los equipos del fútbol español; de tradiciones y folclore venezolano, pero también de la historia, la geografía y las costumbres del pueblo argentino.

Que época: primero, sobraba la plata y era económico todo; segundo; no habían computadoras ni teléfonos que avasallaran a la lectura con raudales de información, distrayendo el placer de leer en papel; tercero, en cualquier negocio vendían de todo y por eso cada bodega por pequeña que fuera, era un quiosco particular atiborrada de revistas o periódicos.

Entonces, ¿cómo no leer en ese "entonces", desde la simplicidad de la casa?...

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Huele a Semana Santa

 

"El tiempo pasa..." repite un lánguido estribillo de "Años", una de las más hermosas canciones del celebérrimo, y no hace mucho tiempo desaparecido del plano físico, el poeta y trovador cubano Pablo Milanés, más conocido por "Yolanda" que por el resto de joyas que salieron de su garganta y guitarra, aunque "El breve espacio..." la supere por varias yardas de distancia en calidad de sentimientos; recordándonos que los giros de los calendarios son rauda y vorazmente indetenibles, sobre todo, luego de que se cumplen los treinta, y así en un abrir y cerrar de ojos se pasa de enero a junio y de junio a diciembre, con una hipervelocidad que se repite entre ciclos cargados de octanaje de Fórmula Uno.

Hace unas dos semanas atrás, caminando por calles comerciales cercanas, un olor peculiar me trasladó a recordar una melodía pegajosa por tiempos de diciembre: la gaita de los "Cardenales del Éxito" "Huele a Navidad", dónde se asoman aires acostumbrados del último mes del año, guapachoso y activo; pero en esta oportunidad no me "activó" el guiso de las hallacas, si no el peculiar olor a "pescao salao" al pasar por una frutería donde descargaban gran cantidad de kilos de largas tiras de "dorado y rallado". Claro, un indudable indicativo de que estamos en plena Cuaresma, para que en unos días, los anteriores peces se hagan dueños de los "Siete potajes" de la tradición gastronómica de los "días santos".

Y es que pienso, que la Navidad y la Santa Semana son como unos gemelos separados al nacer, siendo los dos hijos principales, tan parecidos pero tan diferentes a la vez, de ese señor casual que acostumbra vivir trecientos sesenta y cinco días para morir y volver a nacer en una rueda circular del eterno retorno. La Navidad sería el hermano menor, más jovial y colorido como canta el viejo Reynaldo Armas, diciendo que "...Viene diciembre con su carga de alegría..."; y Semana Santa, que de hecho se conoce también como la Semana Mayor, es taciturna y solemnemente conservadora, tal se vive en esta región andina del norte de Suramérica, dónde no hay tentadoras playas si no cerros, tendientes sus calles a teñirse de luctuoso morado. En fin, los une la sagrada responsabilidad de dar vida y muerte a Jesús, el redentor nuestro.

Ahora bien, mañana, tan rápido será Domingo de Ramos, y ese olor a bagre seco que hoy impregnaba la sofocante y soleada tarde en la "ciudad de las mieles eternas", me retrotrae a una Semana Santa ambivalente, mutada, como partida en dos, pero llenas de experiencias de esas que marcan inexorablemente el paso de los días.

Y así aparecen en mi lejana memoria, las Santas Semanas de muchos años atrás, de décadas, donde los recuerdos me llevan a ver a Nino, mi padre, en El Recodo ganando pelea tras  pelea de cocos, para llenar sacos con los "quebraos", y que Mamá aprovechaba para hacer dulce de zapallo o bien conservas de melcocha, u otros pa' regalar, y es que él era todo un "campeón" que tenía la sabia virtud de escoger los mejores" gallos" que aguantaran "golpe con golpe" y no precisamente de Pastor López, ya que de tantas cajas y bultos subidos a la parrilla de su Toyota, haciendo "carreras" a los campos, se había vuelto robusto y fortachón; o también a tardes de frías quebradas con los "panas", haciendo sabrosos sancochos "cruzaos", que aunque "fueran días de no comer carne", toda "presa" se nos hacía valida; o días completos jugando fútbolito; o aquellas jornadas de sol a sol en pueblos de montaña que se transmutaban en escenarios de la Palestina y el Israel bíblicos, para hacer sufrir a Cristo y verlo morir en la cruz, por aquellas empinadas cuestas que harían palidecer al mismísimo Gólgota; igual aparecen iglesias muchas, viendo Nazarenos y Magdalenas, visitadas en la tarde luego de almorzar hasta reventar en unos inentendibles ayunos inversos.

Pero desde hace nueve años atrás, las Semanas Santas me llevaron por otras latitudes vitales, más tortuosas, más dolorosas; de esos caminos que laceran el cuerpo y el alma; pero también en medio de lo viviido, reflexivas; precisamente dos de ellas, en concreto la de 2015 y la de 2023.

Estos días santos en forma extrañamente coincidencial, los pasé sus días y noches en la misma Unidad de Cuidados Intensivos del mismo Hospital, de la misma ciudad, tal vez como decía Juan Gabriel "en la misma ciudad y con la misma gente", para cuidar la agonía de mis padres, que murieron en forma igual una semana después: mi papá en la primera fecha y mi madre en la segunda; complementaban de esta manera, dos vidas unidas por fechas marcadas por el destino, podría igual decirse, escogidas antes de nacer, ya que ambos habían nacido un 11 de julio de años diferentes, para morir octogenarios en abriles "postsemanasanteros". Algo así como que nacieron el mismo día, y casi la "pegaban" en el día de la muerte; un juramento más en esa interdependencia binomial en que vivieron, unidos por más de cincuenta años el uno para el otro.

Y precisamente, en sábados como hoy, vísperas de Domingos de Ramos, ingresaba a colocarme al lado de sus frías camas.

 

 

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Mi otro Rey Mago: El Rey Flaco.



Recuerdo con cariño los “Días de Reyes” de mi infancia, por allá, con la inocencia de cuando tendría entre los cinco y nueve o diez años. Era un día especial, que aunque cayera en cualquiera de los de la semana, siempre parecía que fuera domingo, generalmente soleados, ya que no sé porque en ese tiempo si se cumplía con aquel axioma geográfico que nos enseñaban en la escuela, sobre las dos estaciones climáticas de Venezuela, una seca y una lluviosa; y ciertamente, enero era verano, y no como ahora, que es un desbarajuste total que llueve o falta la lluvia aleatoriamente, y que se explica técnicamente con los cambios climáticos.

Pero volviendo al pasado, los 6 de enero rutinariamente implicaban que temprano en la mañana llegaba mi abuelo Rufino a decirnos a mi hermano Alexis y a mí, que fuéramos a su casa, ubicada a una cuadra, ya que en el pesebre había unas bolsitas que habían dejado los reyes magos. En nuestro hogar, Gaspar, Melchor y Baltazar, actuaban diferente, y los regalos los dejaban debajo de la cama, al lado de los zapatos, y serian unas veces carritos de hierro, o pistolas, o un bolsa de soldados; aunque también una caja de galletas.

 Así, rapidito, ante el aviso de Rufo, nos íbamos corriendo el corto trecho hasta la vieja casona, para conseguir unas bolsas simples de papel, de las que antes daban en los negocios con cualquier cosa, amarradas con hilo y con una tarjetica de navidad con nuestros nombres, y adentro tenían lo de siempre: unos dulces o galletas, además de un “fuerte de plata”. En ese entonces, el interés lo centraba en las chucherías, sin valorar las desgastadas monedas, las cuales eran las de cinco bolívares utilizadas en el siglo diecinueve, y que aparte del valor monetario, tienen un valor histórico, y tal vez, la intención de mi abuelo al colocárnoslas, era incentivar en nosotros el valor del ahorro, algo que él siempre cultivó.

El resto del Día de Reyes, que era de “pasear”, implicaba ir a San Miguel, un pequeño pueblo cercano donde tradicionalmente, desde sus orígenes mestizos idiosincráticos, representan con amplio sincretismo y mucho fervor popular, la adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús. Ciertamente, desde los altos cerros montados en caballos, llegaban los esperados monarcas para el beneplácito colectivo.

Y en el diminuto casco urbano, coincidente en su plaza y su iglesia colonial de inmaculado blanco, adornado de música altisonante y telas brillantes multicolores de los trajes y disfraces de incansables danzantes, que garrote en mano asustaban a los presentes, posiblemente eufóricos por los efectos de una buena dosis de bebidas espirituosas, pasábamos la tarde, disfrutando para mitigar el hambre, de sabrosos pasteles que vendían en varias de las casas cercanas, como también de unos inigualables higos rellenos o unas “empanadas nevadas”, para ya en la tarde, lograr salir dentro de la multitud de carros apostados estrechamente en cualquier espacio, y regresar a casa, para prepararnos a la odisea del día siguiente, siete de enero: el retorno a la escuela después del receso decembrino.

En otras ocasiones unas dos veces, el Día de Reyes fuimos fue a “La Orchila”, un hermoso paraje en las afueras de Boconó, el cual se acostumbraba visitar por los paisanos para hacer parrillas, en una especie “picnic” criollo. Era este un amplio descampado, propicio para, aparte de asar carne o sancochear, jugar “pelota sabanera” hasta el cansancio, mientras hacia la digestión.

En fin, estaba jornada festiva, era extraña al haber pasado ya los días alegres de diciembre y de fin de año, con sus músicas y colores: por lo que era como una especie de octavita navideña. Y hoy, al recibir tantos mensajes por whatsapp de tributo a los Reyes Magos, no me queda otra que recordar a aquel cuarto rey de mi infancia, que no usaba corona como los tres magos del Oriente bíblico, sino sombrero de ala corta, y que tampoco era gordo como los de los pesebres: era pues Rufino, el Rey Flaco.

 

José Urbina Pimentel

 

 

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¿De donde soy?

 


Cuando me pregunten que de donde soy,

diré que soy del Recodo:

unas pocas largas calles de casas viejas 

y aceras angostas,

donde lo simple se hace universal 

y lo imposible se hace verdad,

y donde libre corre la palabra,

emitida para siempre por viejos canosos,

para escribirse en las páginas de una esquina añeja

con alma propia, 

que se hace andariega,

traspasando los muros y paredes de bahareque 

que encajonan y atrapan aún 

a sus moradores de ayer, de hoy y de mañana,

donde el horizonte se divisa cercano

y entre sombras, 

el silencio se ve alterado

por el cántico de alguna oportuna lechuza; 

un Recodo cierto de caminos, 

que se entrecruzan para hacer de la vida

una escuela viva,

paciente e inacabable,

como eterna fuente, 

cuyas aguas nunca dejan de fluir

para bien del sediento. 

Y cuando me pregunten que donde queda,

diré que en un pueblo lejano,

entre montañas, 

de cielo azul,

acogedor, sencillo y cotidiano,

donde amanece temprano

y surge a cantaros la sonrisa solidaria;

con un nombre extraño,

imposible de olvidar,

y fácil de pronunciar:

Boconó. 

 

José Urbina Pimentel

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Todos tenemos una "Alma Mater" originaria.


Cuando se hace referencia al Alma Mater, ciertamente que se relaciona con la universidad y su rol generador de conocimientos. Pero luego de recibir anoche por parte de un buen paisano, unas cuantas fotos en las que aparecía precisamente la escuela en que estudié mis primeros años, me lleva a repensar que tal acostumbrada y tradicional aseveración, en realidad no es tan cierta.

Para nada cuestiono el papel fundamental de la institución académica, más cuando se encuentra intrínseca en mi, de la imprescindible universidad en la retransmisión de ideas, pensamiento, tecnología, actitudes y capacidades, si no que considero como reduccionista ubicar solo allí una "alma mater", porque entonces, ¿cómo quedan mis padres y mis abuelos, o ese inmenso conglomerado de personas que por una u otra razón nunca tuvieron ni tendrán la oportunidad de pisar éstos recintos, pero quienes contaron con todo un espacio originario para adquirir valores y destrezas, a través de los cuales han desarrollado de la mejor manera sus vidas, social, afectiva y laboralmente; y que bien pudieron ser sus casas o sus escuelas en sentido amplio? ¿O cómo entender igualmente el aprendizaje y formación de campesinos en su apego y buen trato a la tierra, para su mejor cultivo?; ¿o los que se apropian con talante de oficios en el camino de la vida?; ¿o incluso tantos inventores pragmáticos que salieron del empirismo y la observación?

Ahora bien, la foto a la que me refiero es actual, ya refaccionada y ampliada de lo que fue la Escuela Unitaria 2643 de La Loma del Pabellón Abajo, donde estudié entre 1970 y 1973, primero, segundo y segundo grado, bajo la égida de mi primera maestra durante esos tres años, nada más y nada menos que mi madre, quien con su buen oficio de docente rural siempre de primeras letras durante tres décadas, desde que se inició hasta su jubilación, hizo entre la casa y el aula, que pronto, muy pronto me alfabetizara; como también me dió mi buen "reforzamiento" al aplazarme en segundo grado y hacerme repetirlo.

Era ella una de esas maestras de aquella época, que entendían a carta cabal la educación inductiva, dirían actualmente conductista, cuyo resultado era que nadie se quedaba sin aprender; además de distribuir de la mejor manera el tiempo y los espacios entre los tres grados, a quienes solo nos dividían las filas de pupitres y el pizarrón con límites invisibles.

En esa pequeña escuela, muy pequeña en ese entonces, pasábamos gran parte del día: desde las ocho de la mañana en que papá nos llevaba, hasta las cuatro de la tarde en que iba por nosotros.

Debo decir que fueron años maravillosos, pienso que necesarios, que me dejaron mucho y me permitieron aprender tantas cosas de esas que se forjan y tatúan para siempre en la vida, y que los teóricos de la psicología y la pedagogía han definido como aprendizaje significativo. Enseñanzas dadas de un paisaje hermoso adornado por una escuela simétrica y una carretera llena de árboles que se hacían solidarios con el gusto por unas buenas guayabas, naranjas, guamas y mangos, sin tanto esfuerzo para bajarlos y que la única competencia era contra el hambre natural de las ardillas, los faros y la multitud de pájaros de tonos coloridos; de tantos niños buenos compañeros, que luego del almuerzo, entre juegos y carreras por una carretera que se nos hacía interminable, sabían dar su amistad compartida; de gente noble, cuya mejor tarjeta de presentación era la receptividad en sus agradables casas, llamándome la atención en casi todas la presencia de un Almanaque de los Hermanos Rojas, y que desde ese tiempo siempre he querido tener uno; de las caminatas fuertes en tiempo de lluvia por caminos difíciles de transitar; pero sobre todo de mamá, empeñada en que le agarráramos amor a la lectura, y digo agarráramos, porque también estaba mi hermano, siempre compañero en el mismo grado hasta sexto.

Me enteré ayer que la escuela, ya más grande, actualmente tiene el nombre de César Rengifo, el excelente dramaturgo, ya que antes solo era un número y un lugar dentro de un Núcleo Escolar Rural.

Ver la foto de una escuela y una carretera por la cual debo tener casi treinta años sin transitar y donde viví momentos tan gratos de mi infancia ingenua, indudablemente que trastocan sentimientos y emociones dentro de una senda de equilibrio, forjando una nostalgia imbuida de alegría.

En buena hora, por los viejos tiempos.


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El "Sucre": entre balones y murales.

 


Un recodo es un ángulo, un espacio ubicado en algún borde; pero para los que hacen vida entre la intersección de la Gran Colombia con la Páez del casco urbano boconés, El Recodo es su referencia, y así ha sido desde lejanas décadas, caracterizado fundamentalmente por la diversidad de actividades comerciales, otrora pujantes, hoy un tanto venidas a menos, como un retroceso inverso en el tiempo; además de ser en esencia conservador y tradicionalista, formado por familias cuya presencia y evolución allí se remonta a principios del siglo XX y quien sabe si se añejan más en el tiempo.

La cuestión es que el pintoresco sector es ambiguo en su delimitación, por lo que desde la conocida y especifica esquina recodera, se extiende hacia la Urdaneta, la Vargas, la Sucre y el Puente.

El sector ha sido rico en lo variopinto de su gente, y allí han vivido cantidad de personajes que han dejado huella, de una u otra manera, en la colectividad boconesa en diferentes facetas, unos como comerciantes, o músicos, o académicos de renombré como el caso de Elías Pino Iturrieta, o choferes icónicos como el Peleche, o mecánicos, e incluso un muy sui generis candidato a la Presidencia de la Republica, sin dejar de mencionar los macroproyectos de Eudes que en su momento permitió tener allí un verdadero equipo de ciclismo de élite, compitiendo en vueltas de importancia nacional, u actualmente una orquesta que sale por Globovisión y Venevisión; entre tantos, y sobre todo muchos otros categorizados como populares o pintorescos.

Uno de estos, quien vivió hace tiempo allá, tal vez cuarenta y más años atrás, fue Félix Perdomo, un pintor y artista plástico integral ya hoy fallecido, de reconocida trayectoria nacional e internacional. Sus pinturas de excelencia lo llevaron a ser laureado en diferentes eventos de Artes Plásticas en el país y fuera de el; trabajo como formador en Bellas Artes y en el pedagógico caraqueño; y fue expositor consagrado en prestigiosas galerías foráneas. De su obra, hablaban sus murales, como los de su casa de la Sucre, y que siempre admiraba cuando iba a comprar las sabrosas arepas de maíz pelao que hacia su mamá.

Vivía justo al frente del portón de Doña Pancha y sus inigualables chulas.

Ahora bien, de pequeño conocí otra faceta diferente del buen pintor, y es que por allá en 1976 y 1977, estudiando sexto grado, comencé a jugar baloncesto, aprendiendo poco a poco a driblar y lanzar pelotas al aro en la canchita del grupo Hilario Pisani Anselmi, y en esa praxis en poco tiempo me vi formando parte de un equipito de Minibasket llamado "Sucre" y que teníamos como entrenador a un muchacho moreno y flaco, de bigote grueso, llamado Félix. Por esos días se desarrolló el campeonato municipal y Félix nos anotó representando a la calle abajo. Al final, quedamos campeones, y orgullosos teníamos nuestro pequeño trofeo.

Lástima, que en ese entonces no existían los teléfonos de ahora y nos pudo entonces haber quedado plasmados los rostros de alegría, con nuestras franelillas rojas y ya con mi eterno numero 14 en la espalda. Rememoro pues todas las practicas que el ya futuro pintor nos daba y los consejos de como lanzar americanos, hacer el doble paso y pasar el balón con precisión, y que con la magia de la televisión queríamos imitar al poco tiempo, al iniciarse la Liga Especial y las fintas de los hermanos Lairet y el Kunda Tovar.

Que nos podíamos imaginar en ese momento que aquel improvisado entrenador, al cual teníamos la dicha de no decirle "profe" si no Félix porque asi nos dijo, sabía mucho más de pinturas y lienzos, que de "marcación" y "cazar guiri"? De algo sí estoy seguro, que en su humilde club sucrense, pudo "pintar" con maestría el gusto por el basket, y por el deporte en general; valgan el fútbol y las carreras, devenidas hoy en caminatas, como una adicción de por vida.

Con el paso de los años, cuando veía en ocasiones a Félix en Boconó, con alegría algunas veces venían los recuerdos de aquellos años setenta.

Son estás pues, remembranzas del Recodo...

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